¿Qué ocurre cuando dejamos de luchar contra nuestras viejas formas y, en cambio, decidimos honrarlas… y soltarlas?
Hace una semana compartí un texto que nació desde un lugar muy íntimo. Lo titulé Estar para mí: un acto de valentía amorosa, y fue el relato de un proceso de identificación de mis armaduras emocionales.
Puedes leerlo aquí: 🔗 Estar para mí: un acto de valentía amorosa
Lo que entonces parecía un ejercicio de autoobservación terminó revelándose como una especie de alquimia emocional. Porque no solo nombré tres armaduras —la autosuficiencia excesiva, el perfeccionismo controlador y la disponibilidad eterna— sino que también empecé a ver la trama que las une. Descubrí que no son piezas sueltas, sino parte de un ecosistema emocional complejo, antiguo, astuto. Uno que me protegió… pero también me atrapó.
Ecosistemas internos: cuando las armaduras se alían
Durante años viví con la sensación de que algunas partes de mí se activaban según la circunstancia. Si el entorno exigía eficacia, aparecía el que todo lo puede. Si el contexto requería excelencia, tomaba el control el perfeccionista. Y si alguien necesitaba apoyo, emergía el rescatador eterno.
Lo que no había visto con tanta claridad es que estas figuras no operaban solas. Funcionaban como un equipo perfectamente coreografiado, capaz de turnarse sin que yo lo notara. Uno se agotaba, y el siguiente tomaba el relevo. Como una cadena de montaje emocional. Como si hubieran firmado un pacto: mantenerme a salvo, cueste lo que cueste.
Y el precio… era yo.
Mi descanso, mi espontaneidad, mis límites, mis necesidades no expresadas. Todo eso quedaba relegado al fondo, mientras las armaduras hacían su trabajo. Un trabajo eficaz, sí, pero agotador. Un trabajo que dejaba poco espacio para la ternura, para el error, para la fragilidad.
Cuando todo cobra sentido
Al observar estas dinámicas desde el proceso de transformación que vengo transitando, muchas piezas encajaron. De pronto, entendí por qué me sentía tan desconectado de algunas emociones. Comprendí por qué, a veces, me costaba tanto soltar. Ver el puente entre lo que soy y lo que siento fue una revelación. Una de esas que no hacen ruido, pero lo cambian todo.
Lo primero que apareció en ese momento fue una mezcla de sorpresa, tristeza y enfado. No por haber descubierto las armaduras, sino por lo que implicaban: años de cargar con el peso del control, de sostener sin pedir, de exigirme más de lo que le permitiría a nadie.
Me dolió. Pero también me alivió. Porque al darles nombre, esas armaduras dejaron de ser invisibles. Y lo que se nombra, se transforma.
Fue ahí donde empezó a gestarse algo distinto. Una especie de rebelión interna, serena pero firme. No desde el juicio, sino desde el amor. Como si, al mirar de frente a esos viejos patrones, pudiera decirles: “Gracias por protegerme… pero ya no os necesito del mismo modo”.
Declaraciones ontológicas desde el alma
En retrospectiva, veo que este proceso ha estado lleno de declaraciones ontológicas, aunque en su momento no les puse ese nombre. Y ahora, con más conciencia, puedo nombrarlas con claridad. No como consignas, sino como actos vividos en el cuerpo, pronunciados desde la piel.
1. Declaración del NO
Dije que no. No más perfección que asfixia. No más fuerza que disfraza miedo. No más disponibilidad que se olvida de sí. Y no fue un “no” reactivo ni rebelde. Fue un “no” decidido, amoroso, profundo. El tipo de “no” que abre espacio a otra forma de vivir.
Negarme a seguir siendo quien se exige sin pausa no es negarme a mí. Es empezar a cuidarme.
2. Declaración del SÍ
Junto al “no”, emergió el “sí”. Sí al cambio, sí a la vulnerabilidad, sí a mi humanidad entera. Sí a mostrarme tal como soy, incluso cuando no tengo todas las respuestas. Sí a descansar, a pedir, a fallar. Sí a vivir con menos defensa y más piel.
Un sí que no es ingenuo ni improvisado. Es el resultado de años de búsqueda. De abrirse paso entre capas de exigencia.
3. Declaración de ignorancia
Reconocí lo que no sé. Lo que aún no entiendo de mí. Lo que todavía me cuesta. Y lo hice sin vergüenza. Porque admitir la ignorancia no es rendirse, es abrirse a lo nuevo.
Esta declaración fue silenciosa, pero poderosa. Me permitió aprender de nuevo, sin pretender controlar todo el proceso. Me permitió soltar la necesidad de tenerlo todo claro.
4. Declaración de perdón
Me pedí perdón. Por haberme exigido tanto. Por haber confundido el valor con el rendimiento. Por haber callado necesidades. Por haberme puesto siempre al final de la lista.
Y fue un perdón sin drama. Más bien una caricia interna. Un gesto de reconciliación con mis partes olvidadas.
5. Declaración de gratitud
También les di las gracias. A mis armaduras. Porque me protegieron. Porque fueron necesarias. Porque me permitieron avanzar cuando no sabía cómo hacerlo de otro modo.
Hoy ya no quiero destruirlas. Quiero integrarlas. Agradecerles su función y decirles, con ternura: “Ya podéis descansar”.
6. Declaración de amor
Quizás la más difícil de todas. La más radical. La más transformadora. La declaración de amor hacia mí mismo. No un amor de escaparate, ni un eslogan de autoayuda. Un amor real. Comprometido. Imperfecto.
Un amor que reconoce al que fui con sus miedos. Al que estoy siendo con sus procesos. Y al que seré, libre de viejos moldes.
Este amor es el que me permite transformar sin destruir. Avanzar sin olvidarme.
El lenguaje que encarna
Cada una de estas declaraciones no fue solo pensada. Fue vivida. Pasó por mi cuerpo. Por mis emociones. Por mis vínculos. No nacieron de un libro, sino de un proceso.
Y eso me conecta con algo esencial del coaching ontológico: el lenguaje no es solo una herramienta, es una forma de ser. No se trata de decir palabras nuevas, sino de convertirse en quien puede habitarlas.
Porque cuando digo “me perdono”, no solo estoy articulando una frase. Estoy respirando distinto. Estoy decidiendo distinto. Estoy moviéndome en el mundo con otra postura.
El lenguaje encarnado transforma. No desde el esfuerzo, sino desde la autenticidad.
Un nuevo modo de estar
Desde entonces, algo ha cambiado. No de forma espectacular, pero sí real. Hoy me doy más espacio. Me exijo menos. Pido más. Escucho lo que siento antes de resolver lo que pasa.
Sigo cayendo, claro. A veces me pongo la armadura sin darme cuenta. Pero ya no me la creo del todo. Ya no me atrapa igual. Porque ahora sé que tengo elección.
Y cuando me olvido, vuelvo. Vuelvo a mi piel. A mi verdad. A ese lugar donde el amor no exige disfraz.
Para ti que lees
Quizás tú también tengas un ecosistema emocional lleno de armaduras. Tal vez has aprendido a protegerte de maneras que hoy te pesan.
Si es así, no empieces por quitártelas de golpe. Empieza por nombrarlas. Por escucharlas. Por agradecerles su función. Y luego… decide. Decide qué quieres seguir sosteniendo y qué estás listo para dejar caer.
Porque vivir con la piel descubierta también es un acto de coraje. Y tú, como yo, puedes decidir quién eres más allá de tus antiguos pactos.
Preguntas poderosas
- ¿Qué “no” necesitas declarar hoy para cuidarte?
 - ¿A qué “sí” estás dispuesto a abrirle espacio?
 - ¿Qué armadura puedes mirar con gratitud antes de soltar?
 - ¿Qué parte de ti merece un perdón sincero?
 - ¿Estás preparado para hacer tu propia declaración de amor?
 
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