La frase que me atravesó
Ayer, en clase de coaching, en medio de una conversación sobre las máscaras o las armaduras que usamos para ser aceptados, solté una frase que no tenía pensada, pero que me brotó desde lo más hondo:
“Las armaduras que nos ponemos no siempre son para ocultarnos y mostrar algo que no somos, a veces son para sobrevivir”.
Y apenas la dije, me quedé en silencio. Me resonó como un eco interno que me sacudió el cuerpo entero. No era una idea, era una vivencia. Una certeza visceral. No hablaba de algo que había leído o aprendido en una formación. Hablaba de algo que conocía desde la piel, desde la experiencia de tantas veces tener que endurecerme para que no me hieran, de tener que suavizar mi manera de hablar, ocultar mi emoción o disimular mis diferencias para ser aceptado, para no ser juzgado.
Y entonces, mi pensamiento se fue directo al colectivo LGTBI+. A tantas personas que viven cotidianamente con esa misma tensión: la de tener que protegerse para poder simplemente existir. Tener que blindarse para sobrevivir, no para esconderse. Como si mostrar su identidad fuera una ofensa, un riesgo, una provocación. Y como si ocultarla fuera el precio a pagar para estar a salvo.
Eso me dolió.
Cuando ser uno mismo se vuelve peligroso
Días atrás, un hecho lamentable me lo recordó con crudeza. En Jaén, un joven de 30 años fue brutalmente agredido tras asistir a la celebración del Orgullo. Lo golpearon entre varios, al grito de “maricón”. Le abrieron la cabeza. Once grapas para cerrar la herida. Y una cicatriz emocional más difícil de cerrar.
No fue una excepción. Fue un síntoma. Las agresiones a personas LGTBI+ han crecido en los últimos años en España. Y no solo son físicas. También están las miradas, los comentarios, las exclusiones sutiles, los chistes que no hacen gracia, las preguntas inquisitivas, los silencios incómodos, las dobles intenciones.
El mensaje implícito es: “Puedes ser quien eres, pero no muy visible. No demasiado auténtico. No muy feliz. No tan libre”. Porque si lo eres, molestas. Desencajas. Y entonces llega el juicio. O la agresión. O la invisibilización.
Ante eso, muchas personas del colectivo aprenden a armarse. No como estrategia de poder. Sino como mecanismo de defensa. Como escudo para proteger su dignidad, su integridad, su vida. Y eso, lejos de ser una señal de debilidad, es un acto de supervivencia.
Las formas invisibles de una armadura
Cuando pienso en “armadura” no me refiero solo a algo físico o literal. Hay muchas formas sutiles, casi invisibles, de blindarse. Y muchas personas LGTBI+ las conocen bien:
- La armadura del silencio: no hablar de su vida personal en el trabajo, evitar contar a quién aman, no compartir que están en pareja.
 - La armadura de la neutralidad emocional: no reaccionar ante comentarios homofóbicos, hacer como que no duele, minimizar la ofensa.
 - La armadura de la hiperadaptación: cambiar el tono de voz, la manera de vestir, los gestos, los temas de conversación para no “levantar sospechas”.
 - La armadura del humor: hacer bromas sobre sí mismos antes de que otros lo hagan, reírse de su diferencia para desactivar posibles ataques.
 - La armadura del perfeccionismo: ser brillantes, impecables, correctos, para que nadie tenga “motivos” para atacarlos o cuestionarlos.
 
Todas esas armaduras tienen un costo altísimo: agotan, aíslan, enferman. Porque vivir constantemente en estado de alerta no solo desgasta emocionalmente, también te aleja de ti mismo. Te hace desconfiar del mundo. Y lo peor: te lleva a pensar que ser tú es el problema.
El observador condicionado
Desde el coaching ontológico hablamos del observador que cada uno es: esa manera particular en que interpretamos lo que nos pasa y actuamos en consecuencia. Pero ese observador no surge de la nada. Está condicionado por las historias que nos contamos, por las experiencias vividas, por las heridas no resueltas.
Cuando una persona LGTBI+ ha sido mirada con desprecio, rechazada por su familia, acosada en la escuela, silenciada en el trabajo… su observador se forma con desconfianza, con miedo, con necesidad de protección. No porque le falte coraje, sino porque le ha sobrado dolor.
Ese observador construye la armadura. Pero también puede construir el camino de salida.
Acompañar ese tránsito desde el coaching implica no pedirle que se muestre sin más. Ser visible no siempre es seguro. Pero sí podemos acompañar a reconocer que la armadura fue necesaria. Y también, que puede llegar un momento en que deje de serlo. Que quitarla, poco a poco, puede abrir la posibilidad de habitarse con mayor libertad.
La doble herida
Aquí está, quizás, la parte más dura: el doble filo. Porque cuando no se puede salir del armario, se vive una vida en la sombra. Pero cuando se decide salir, se corre el riesgo de ser herido. Es como si la persona LGTBI+ tuviera que elegir entre dos dolores: el de ocultarse o el de exponerse. Y ninguno de los dos debería ser el camino obligado.
Esta es una herida ontológica. No solo emocional. Una fractura en la posibilidad de ser, de declarar identidad con potencia, de habitar el lenguaje y el cuerpo sin miedo, sin represión.
Es un conflicto entre dos necesidades humanas fundamentales: la de pertenecer y la de ser auténtico. Cuando una entra en conflicto con la otra, se rompe algo adentro. Por eso las armaduras no son vanidad ni frivolidad. Son tecnologías del alma para sostenerse en un mundo hostil.
Y aun así… también son cárcel.
Desarmarse como acto de poder
Desarmarse —cuando se puede, cuando se quiere, cuando hay contexto seguro— es un acto de poder. Es un sí a la vida. Es un sí a la autenticidad. Es una declaración ontológica: “Esta soy yo. Este soy yo. Esto soy”.
Ese acto no ocurre de golpe. Es un proceso. Y necesita de otros: de vínculos seguros, de espacios respetuosos, de acompañamientos amorosos, de referentes visibles, de redes de contención.
Por eso el orgullo no es una fiesta vacía. Es una afirmación de existencia. Es decir: “Aquí estamos. No tenemos que escondernos. No tenemos que pedir permiso. Nuestra vida también es digna de ser celebrada”.
Como sociedad, tenemos el deber de construir espacios donde nadie tenga que llevar una armadura para sentirse a salvo. Donde el miedo no sea la norma. Donde ser uno mismo no sea un riesgo, sino una alegría.
Preguntas para quienes acompañamos
Este artículo no es solo para quienes forman parte del colectivo. Es también —y sobre todo— para quienes los acompañamos: como amigos, como colegas, como coaches, como familia, como sociedad.
Y entonces, me nacen algunas preguntas que quiero dejarte:
- ¿Qué armaduras has necesitado tú en tu vida para sobrevivir? ¿Todavía las llevas puestas?
 - ¿Qué actitudes tuyas pueden estar reforzando las armaduras de otros, aunque no te des cuenta?
 - ¿Cómo puedes contribuir a que alguien cerca tuyo no necesite esconderse más?
 - ¿Qué conversación incómoda estás dispuesto a tener para construir un entorno más libre?
 - ¿Qué parte de tu identidad has callado por miedo? ¿Qué necesita para sentirse segura?
 
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