A veces, las frases más potentes no se planean: brotan desde la experiencia. Así ocurrió cuando, en una clase de coaching, dije que “las armaduras no siempre se usan para fingir, a veces se usan para sobrevivir”. Esa certeza me llevó a reflexionar sobre las múltiples formas en que las personas —especialmente dentro del colectivo LGTBI+— se protegen para poder existir en un entorno que aún resulta hostil. Las agresiones, visibles o sutiles, siguen marcando la pauta del miedo. Las armaduras se vuelven entonces escudos cotidianos: el silencio, la neutralidad emocional, el perfeccionismo… estrategias para evitar el juicio y sostener la dignidad. Desde el coaching ontológico, acompañar ese proceso no significa forzar la exposición, sino validar la necesidad de protección y crear espacios donde, si se desea, sea posible desarmarse sin peligro. Porque el mayor conflicto no es solo externo: es interno, entre el deseo de pertenecer y la necesidad de ser auténtico. Y ninguna persona debería tener que elegir entre ocultarse o exponerse al daño. El orgullo, entonces, no es una celebración vacía: es un acto de resistencia, de presencia, de afirmación del derecho a ser. Y quienes acompañamos, tenemos la responsabilidad de revisar nuestras actitudes, crear entornos seguros y hacernos las preguntas incómodas que permiten construir un mundo más habitable para todos.