Durante años, me consideré una persona con buena capacidad de comunicación. Me desenvolvía bien hablando en público, sabía expresar ideas con claridad y, en general, me sentía cómodo en cualquier conversación… hasta que ocurrió aquello que aún me hace fruncir el ceño cuando lo recuerdo.
Estábamos en plena preparación de un proyecto social importante. Llevábamos semanas trabajando codo con codo, revisando propuestas, ajustando presupuestos y tratando con múltiples actores. Yo pensaba que el entendimiento con una de las personas clave era mutuo, fluido. Pero en medio de una reunión decisiva, esa persona me interrumpió y soltó una frase que me dejó helado: “No me estás escuchando. Estás oyendo, pero no estás escuchando lo que realmente quiero decirte.”
No supe qué responder. Me sentí expuesto. Molesto. Desconcertado. Porque tenía la certeza de que sí estaba escuchando… o al menos eso creía. Pero ahí, sin quererlo, se abría la puerta a una nueva comprensión: la comunicación no ocurre solo porque alguien habla y otro responde.
Comunicación no es lo que dices, sino lo que el otro comprende
Con el tiempo fui entendiendo que hablar no es comunicar, y escuchar no es solo estar en silencio mientras el otro habla.
La comunicación verdadera ocurre cuando logramos sintonizar emocionalmente con el otro. Y eso no se consigue con técnicas, ni con frases bien armadas. Se consigue con presencia. Con intención. Con una escucha que no busca responder rápido, sino comprender profundo.
Porque cada uno de nosotros vive en su propio mundo de significados. Lo que para mí puede ser claridad, para la otra persona puede sonar a imposición. Lo que yo comparto desde el entusiasmo, puede llegar teñido de ansiedad si el otro está en un lugar emocional distinto.
Revisar cómo escucho
Ese momento incómodo me llevó a cuestionarme con honestidad:
- ¿Estoy realmente escuchando o estoy esperando para decir lo mío?
- ¿Doy espacio al otro para expresarse desde su emocionalidad?
- ¿O me quedo atrapado en mi necesidad de que me entiendan a mí?
Y descubrí algo que aún sigo entrenando cada día: la comunicación es una danza, no una batalla. Cuando soltamos la necesidad de tener la razón, cuando dejamos de imponer nuestro punto de vista, ocurre algo mágico: aparece la posibilidad del encuentro.
Lo que cambió desde entonces
Desde aquel día, intento estar más presente en mis conversaciones. Me esfuerzo por escuchar más allá de las palabras, por atender al tono, al gesto, a la emoción que habita detrás.
No siempre lo consigo. A veces, mis urgencias y mis juicios se cuelan. Pero cada vez soy más consciente del impacto que tiene la forma en la que escucho.
Porque la comunicación no empieza en la boca. Empieza en el corazón.
Y tú, ¿cómo escuchas? ¿Te comunicas desde la apertura… o desde la necesidad de ser entendido? ¿Qué conversación pendiente podrías tener si decidieras escuchar de verdad?
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