Durante años fui el que no se detiene. El que lidera, sostiene, resuelve. El que aparece siempre para los demás, aun cuando por dentro se le desmoronan las ganas. Un día, mientras hablaba con mi coach, algo en mí se quebró suavemente. Era una grieta sutil, pero honda, como esas rendijas por donde entra la luz en los viejos templos. Le dije: “Te voy a contar algo… he estado observando mis armaduras”.
Y las nombré. Una por una. No como conceptos abstractos, sino como partes de mí. Pedazos que aprendí a pulir, a reforzar, a llevar puestos con tanto orgullo como cansancio. Reconocerlas no fue sencillo. Pero necesario.
El que todo lo puede: la armadura del incansable
Mi primer blindaje es el de el que todo lo puede. Ese personaje autosuficiente que aprendió a no pedir ayuda, a sostener sin descanso, a resolver con eficacia. A veces lo admiro. Tiene fuerza, empuje, coraje. Pero otras, lo miro y me duele. Porque bajo esa coraza hay un niño agotado, con miedo a que si deja de ser fuerte, lo dejen de querer. Un niño que cree que su valor está en lo que da, en lo que resuelve, en lo que puede.
Con los años, esta armadura me llevó a asumir más de lo que podía, a no mostrar mi vulnerabilidad, a callar el cansancio. Me volví experto en disfrazar el agobio con eficiencia, en esconder la tristeza bajo un calendario lleno de compromisos.
Pero ya no quiero más. No quiero seguir validando mi existencia solo por lo que hago. Quiero poder decir: “Hoy no puedo”. Y que eso no me haga sentir menos. Porque no soy menos por necesitar.
El perfeccionista: la armadura del control
De la autosuficiencia excesiva nacía, como una ramificación inevitable, otra armadura: el perfeccionista controlador. Esa exigencia interna que no perdona errores, que vigila cada detalle, que necesita tener todo bajo control. Me ha dado estructura, sí. Me ha permitido alcanzar cosas. Pero también me ha robado espontaneidad, ligereza, goce.
Este personaje vive tenso. Se impacienta con lo imprevisto. Se castiga por lo imperfecto. No confía en el proceso, quiere certezas. Quiere que todo funcione a su manera, sin margen de caos.
Y lo entiendo. Porque detrás de esa necesidad de control hay un miedo profundo al desorden emocional, a no saber qué hacer si todo se derrumba. Como si soltar el control fuera sinónimo de perder el rumbo, o peor aún, de perder el amor de los demás.
Estoy aprendiendo a aflojar esta armadura. A mirar el error como maestro. A descubrir que confiar no es rendirse, es entregarse al fluir de la vida sin dejar de estar presente.
El disponible eterno: la armadura del rescatador
Y por último, el disponible eterno. Ese personaje que siempre está para los demás. Que acompaña, cuida, sostiene. Que a veces, incluso antes de que lo necesiten, ya se ha ofrecido. Esta armadura me ha dado reconocimiento, afecto, sentido de propósito. Pero también me ha hecho olvidarme de mí.
Durante mucho tiempo creí que amar era sinónimo de dar sin medida. Que ser bueno era estar siempre disponible. Que si me ponía primero, era egoísta. Hasta que mi cuerpo empezó a hablar. El cansancio no era solo físico. Era emocional, espiritual. Una sensación de vacío que no se llenaba con la gratitud ajena.
He descubierto que estar para mí también es un acto de amor. Que cuidarme, poner límites, decir que no, no me aleja de los demás, sino que me acerca a mí mismo. Y desde ahí, el encuentro con el otro se vuelve más auténtico, más libre.
Las armaduras se entrelazan
Estas tres armaduras no viven separadas. Se alimentan unas de otras. La autosuficiencia empuja al control. El control deriva en la necesidad de estar para todos. Y todas, en el fondo, tienen raíces comunes: miedo, deseo de pertenecer, búsqueda de validación, ganas de amar.
No las juzgo. Me han servido. Me han protegido. Han sido mi forma de adaptarme, de sobrevivir, de construir. Pero ya no las necesito del mismo modo. Hoy quiero elegir cuándo las uso y cuándo las dejo caer. Quiero vivir con más piel y menos metal.
Un camino de aflojamiento
No se trata de arrancarme las armaduras de golpe. Eso sería violento. Se trata de ir aflojando. De reconocer cuándo aparecen. De darme permiso para no actuar desde ellas. De practicar otras formas de estar en el mundo.
Estoy aprendiendo a pedir ayuda. A confiar más. A disfrutar el error. A cuidarme sin culpa. A decir que no sin miedo. A estar conmigo como he estado con tantos otros.
A veces me descubro intentando volver a ponérmelas. Viejos reflejos. Pero ya no encajan igual. Porque he cambiado. Porque me miro con más ternura. Porque he comenzado a contarme otra historia: una donde el amor no necesita disfrazarse de fortaleza, de perfección ni de sacrificio.
Estar para mí
Hoy quiero estar para mí. Con la misma presencia, cuidado y compromiso con que he estado para otros. Quiero acompañarme, sostenerme, abrazarme. No desde el ego, sino desde el amor. Ese amor valiente que se anima a mirarse sin disfraces.
No sé cómo se hace del todo. Estoy aprendiendo. A veces me caigo. A veces dudo. Pero sigo. Porque sé que este camino me lleva a casa. A mi propia casa interior.
Y desde ahí, todo cambia.
Preguntas para ti
- ¿Qué armaduras has construido para protegerte?
 - ¿Cuál te pesa más hoy?
 - ¿Qué emociones esconden?
 - ¿Qué historia podrías empezar a contarte desde la compasión?
 
#Coaching #CoachingOntológico #TransformaciónPersonal #Autoobservación #Vulnerabilidad #Autocuidado
															
