Hoy, 20 de junio de 2025, se cumplen exactamente diez años del día más feliz de mi vida: el de mi boda. Había asistido a muchas bodas antes, como casi todos, pero jamás como protagonista. Esa tarde, el mundo parecía estar en suspensión. Recuerdo los rostros de mis padres, de mis hermanas, de mis sobrinos… cada gesto cargado de emoción, de historia compartida. Y sobre todo, recuerdo su llegada: mi mujer, emocionada hasta las lágrimas, mientras sonaba una versión orquestal del tema que compuse para ella años atrás, “Me regalas tu sonrisa”, cuyo secreto había guardado celosamente para ese momento. Aquella canción era una parte de mí, de mi historia, de todo lo que había sentido por ella desde mucho antes de que siquiera soñáramos con casarnos.
Aquel atardecer tenía una luz especial. Las hojas de los árboles parecían aplaudir en silencio, la brisa tenía el ritmo exacto para acompañar nuestros pasos, y nuestras risas —sí, esas carcajadas tan nuestras— estallaron cuando Montse, mi cuñada, pidió que la aplaudieran para calmar los nervios. Una escena tan humana, tan genuina, que quedó inmortalizada en una fotografía donde se nos ve riéndonos a carcajadas.
Después vinieron las palabras de mi padre, testigo fiel de casi toda mi vida, y las de mi sobrino Víctor, que no pudo contener las lágrimas mientras nos dedicaba unas líneas desde lo más profundo de su alma. Todo era emoción, música, familia, sentido.
También estaban allí nuestras abuelas maternas: Rosario, la mía, y Enriqueta, la de mi mujer. Ambas mujeres sabias, dulces, pilares silenciosos de nuestras infancias. Aquel fue el último evento importante al que pudieron asistir. Mi abuela Rosario nos dejó unos meses después; Enriqueta, algunos años más tarde, aunque su frágil salud ya no le permitió disfrutar de nuevas celebraciones. Recuerdo verlas conversar, sonreírse entre sí, como si compartieran un idioma propio hecho de experiencia, ternura y complicidad. Fueron importantes en nuestras vidas, y parte de su esencia —la generosidad, la calma, la mirada sabia— la llevamos dentro. En cierto modo, ellas también siguen aquí, fusionadas en lo que somos y en cómo nos amamos. Ese día no solo sellábamos un compromiso: dábamos comienzo a un viaje que, sin saberlo, nos pondría a prueba de maneras que no podíamos imaginar.
Porque lo que no nos contaron —lo que nadie te cuenta— es que a veces el viaje del amor se torna borroso, incluso hostil. Que uno puede perderse, aún estando al lado del otro. Que el amor también se cansa si no se cuida, si no se alimenta, si no se escucha.
Los últimos años no fueron fáciles. El ruido de la vida, la presión constante, la falta de tiempo y de tranquilidad nos arrastraron a un lugar en el que parecía que seguíamos caminando juntos… pero sin mirarnos. Nos habíamos convertido en compañeros de ruta que compartían espacio físico, pero no emocional. La cama seguía siendo la misma, la mesa también, pero el vínculo se había deshilachado. La distancia se medía en silencios no hablados, en gestos automáticos, en conversaciones que ya no llegaban.
Es fácil caer ahí. Tan fácil como peligroso. Porque no se trata de una gran ruptura, sino de pequeñas omisiones diarias que van cavando un pozo. Hasta que un día, te das cuenta de que estás al lado de alguien a quien amas… pero ya no sabes cómo llegar a él.
Y sin embargo, hubo una pregunta que lo cambió todo. Una sola. Simple, directa, definitiva: “¿Nos queremos?”
Pocas veces una pregunta tiene tanto poder. Porque no solo abría la posibilidad de seguir, sino también la honestidad brutal de aceptar que podríamos no querer seguir. Pero dijimos que sí. Nos seguimos queriendo. Con heridas, con cansancio, con dudas, pero también con memoria, con esperanza, con decisión.
Esa afirmación fue una semilla. No resolvía nada, pero lo abría todo. Empezamos a hablarnos distinto. No con frases perfectas, sino con verdad. Empezamos a tocarnos con más conciencia. A escucharnos sin interrumpirnos tanto. A mirarnos sin prisa. A hacer espacio para estar. Para ser. Para volver.
Ahí comprendí que el amor no se trata de la continuidad automática, sino de la elección constante. Que el compromiso no es un acto sellado un día, sino un acto renovado muchas veces, a veces en la sombra. Que la verdadera transformación ocurre cuando dejamos de dar por sentado lo esencial.
Y comprendí también que la inercia es uno de los mayores enemigos de los vínculos. Esa velocidad con la que vivimos, ese vértigo con el que llenamos nuestras agendas, hace que lo importante quede postergado. El cuerpo lo siente, pero la mente no lo registra. Hasta que un día, todo explota o se enfría. Por eso aprendí que antes de mirar al otro tengo que volver a mirarme. Que no puedo sentir genuinamente al otro si no me permito sentirme. Que sin presencia, todo se convierte en trámite. Y el amor no puede vivirse como trámite.
Hoy, diez años después de aquel atardecer, sigo creyendo que el amor vale la pena. No por lo idílico, sino por lo humano. Porque el amor es un espejo donde vemos lo que a veces no queremos ver. Porque amar también es frustrarse, cansarse, fallar… pero elegir quedarse. Elegir volver a confiar. Volver a construir. Volver a empezar.
Y he aprendido a elegir mejor. A elegir relaciones que suman, personas que inspiran, espacios que nutren. A cuidar el entorno emocional que me rodea. Porque como suelo decir —y esta frase la repito desde hace años—, el carácter efímero de la vida es lo que la hace tan valiosa. No hay ensayos generales. No hay segundas funciones. No podemos editar la escena después. Lo que se vive, se vive ahora. En directo. Con errores, con aciertos, con humanidad.
Hoy mi compromiso no es solo con ella, sino conmigo. Con el hombre que he sido, con el que estoy siendo, con el que quiero ser. Con el que se atrevió a amar, a equivocarse, a reconstruir. Con el que sabe que no todo es perfecto, pero sí profundamente valioso.
Y por eso, no cambiaría nada. Cada momento, cada conversación difícil, cada silencio, cada reconciliación, me trajo hasta aquí. Y eso basta. Eso llena.
Y tú, que estás leyendo esto… ¿Cuánto hace que no te detienes a mirar a los ojos de quien tienes al lado? ¿Hace cuánto no te preguntas si aún os queréis, no desde la costumbre, sino desde la elección? ¿Qué palabras no has dicho aún por miedo, por rutina, por falta de tiempo? ¿A qué vínculo le debes una pausa, una escucha, una mirada real?
Porque el amor no se pierde. Solo se duerme. Y a veces, basta con una pregunta, un gesto, una presencia… para volver a encontrarlo.
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