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Cuando te dicen “no llores” y aprendes a tragarte el mundo

Cuando te dicen “no llores” y aprendes a tragarte el mundo
Desde la infancia, muchos hemos recibido mensajes que, sin mala intención, nos enseñaron a reprimir nuestras emociones: “no llores”, “no te enfades”, “no exageres”. En especial a los hombres, se nos transmitió que sentir es signo de debilidad. Sin embargo, las emociones no son enemigos a controlar, sino señales a comprender: nos hablan de lo que valoramos, necesitamos o nos duele. Reprimirlas no las elimina, solo las oculta hasta que estallan. Aprender a nombrarlas, escucharlas y darles lugar no nos hace menos fuertes, sino más conscientes, humanos y honestos con nosotros mismos. Sentir no es fallar; es vivir con autenticidad.
Desde la infancia, muchos hemos recibido mensajes que, sin mala intención, nos enseñaron a reprimir nuestras emociones: “no llores”, “no te enfades”, “no exageres”. En especial a los hombres, se nos transmitió que sentir es signo de debilidad. Sin embargo, las emociones no son enemigos a controlar, sino señales a comprender: nos hablan de lo que valoramos, necesitamos o nos duele. Reprimirlas no las elimina, solo las oculta hasta que estallan. Aprender a nombrarlas, escucharlas y darles lugar no nos hace menos fuertes, sino más conscientes, humanos y honestos con nosotros mismos. Sentir no es fallar; es vivir con autenticidad.

Recuerdo una escena de mi infancia que se repitió más de una vez: Estaba triste, o frustrado, o simplemente desbordado. Y entonces escuchaba una frase aparentemente inocente, pero profundamente formativa: “Venga, no llores.”

No lo decían con maldad. Era una forma de consolar. De aliviar. De hacerme sentir que “todo estaba bien”. Pero sin saberlo, esa frase —repetida por generaciones— me enseñó algo peligroso: que sentir estaba mal.

Que si lloras, molestas. Que si te enfadas, exageras. Que si te muestras vulnerable, eres débil.

Y si eres hombre, aún más.

Porque a muchos de nosotros nos educaron con el mandato silencioso (y a veces explícito) de que los hombres no lloran, no se quejan, no tienen miedo. Una carga que no solo nos desconecta de nuestras emociones, sino también de nosotros mismos.

Ese tema —el de los mandatos de género y la masculinidad— lo he desarrollado hace unos meses aquí en LinkedIn. Y es otra historia que daría para mucho más… aunque hoy quiero centrarme en lo que descubrí después.

Las emociones no se controlan, se comprenden

Durante mucho tiempo pensé que gestionar las emociones era “domesticarlas”, “bloquearlas” o “reemplazarlas por otras más positivas”. Pero eso es como ponerle un esparadrapo a una tubería rota: Tarde o temprano, explota.

Las emociones no son enemigas. Son mensajeras. Nos avisan de lo que nos pasa, de lo que valoramos, de lo que necesitamos.

Ignorarlas o juzgarlas no las elimina: solo las empuja al sótano. Y desde ahí, terminan tomando el control cuando menos lo esperamos.

Darle lugar a lo que sentimos

Aprendí —y sigo aprendiendo— que sentir no es debilidad, sino humanidad. Que la tristeza me conecta con lo que amo. Que el miedo me alerta sobre lo que necesito cuidar. Que la rabia, bien canalizada, puede mostrarme dónde están mis límites.

Y sobre todo, que nombrar lo que siento ya es un acto de poder. Porque cuando pongo en palabras mi emoción, ya no me controla. Empiezo a integrarla.

¿Qué pasaría si dejaras de pelearte con lo que sientes?

Hoy procuro no anular mis emociones, sino conversar con ellas. Escuchar lo que me dicen. Ver qué necesito. Y si hace falta llorar… pues lloro. Porque sentir no me hace menos fuerte. Me hace más honesto conmigo mismo.

Y tú, ¿qué emoción sueles esconder por miedo a que te juzguen? ¿Qué sientes ahora que quizás estás evitando nombrar? ¿Y si hoy te dieras permiso para sentir, sin culpa, sin prisa y sin explicaciones?

#EducaciónEmocional #MasculinidadConsciente #AprendizajeTransformacional #BitácoraOntológica #Autoliderazgo

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Víctor Figueroa
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