Una vez, hace años, me pasó algo que todavía recuerdo con claridad. Tuve una discusión fuerte con una persona cercana, una de esas que te remueven. Me sentí herido, incomprendido, y me enfadé muchísimo. Pero no fue un enfado de esos que se gritan. Fue peor: fue un silencio cargado, rígido, espeso. Y lo curioso es que, durante días, seguía repitiendo mentalmente la escena. Lo que se dijo. Lo que no se dijo. Lo que yo debería haber dicho. Y lo que nunca más iba a tolerar.
“Cualquiera puede enfadarse, eso es fácil. Pero enfadarse con la persona adecuada, en el grado exacto, en el momento oportuno, con el propósito justo y del modo correcto, eso no es fácil.”— Aristóteles
Y así, sin darme cuenta, el enojo se convirtió en una especie de combustible contaminado: me daba fuerza, pero también me estaba envenenando.
El enojo como emoción legítima (y útil)
Durante mucho tiempo pensé que enojarse era algo negativo. Que había que evitarlo. Que era mejor reprimirlo. Pero luego entendí algo muy poderoso: el enojo no es el problema. El problema es no saber qué hacer con él.
El enojo, como toda emoción, tiene una función. Nos protege. Nos señala que algo no está bien. Que se ha cruzado un límite. Y bien canalizado, puede ser fuerza, claridad, empuje. El tema es que, si no lo reconocemos a tiempo, si lo acumulamos o lo disparamos sin conciencia, entonces nos controla él a nosotros.
¿Qué me pasa con lo que me pasa?
En coaching ontológico aprendemos a mirar al enojo no como una etiqueta (bueno o malo), sino como una conversación pendiente. Una conversación con uno mismo. ¿Qué fue lo que se quebró ahí? ¿Qué valor se vio amenazado? ¿Fue la confianza? ¿El respeto? ¿El reconocimiento?
Porque el enojo no viene solo. Viene acompañado de una historia, de un juicio, de un relato interno que necesita ser observado. Y si no lo observamos, acabamos creyendo que la culpa la tiene el otro. Siempre el otro. Y nos perdemos la posibilidad de mirar hacia dentro.
“Aferrarse al enojo es como agarrar un carbón caliente con la intención de tirárselo a alguien; el que se quema eres tú.”— Buda
✋ Parar, mirar, respirar
Ese episodio que mencioné al inicio me enseñó una gran lección. No sobre el otro. Sobre mí. Sobre mis límites, mis expectativas, mis heridas. Y sobre cómo el enojo, si no lo converso (con el otro o conmigo mismo), se queda a vivir. Hoy sigo enfadándome a veces. Como todos. Pero intento habitar ese enojo. No actuar desde él, sino con él.
Parar.
Nombrar.
Respirar.
Preguntarme: ¿desde dónde me estoy enojando? ¿Qué valor está en juego aquí?
💬 Y tú, ¿cómo te llevas con tu enojo?
¿Sueles reprimirlo? ¿O explotas sin medir consecuencias? ¿Te has preguntado alguna vez qué quiere decirte esa emoción que a veces tanto molesta?
El enojo puede ser el principio de una conversación sanadora. O puede convertirse en una prisión. Tú eliges.
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